Tribuna del Jurista
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Derechos humanos y seguridad en el siglo XXI

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Derechos humanos y seguridad en el siglo XXI Empty Derechos humanos y seguridad en el siglo XXI

Mensaje por icaro100 Sáb Feb 27, 2010 4:39 pm

Por si os interesa el tema, os dejo el rollo que constituye mi ponencia sobre este tema que expondré el martes que viene en unos seminarios de Derecho constitucional http://www.giurcost.org/eventi/dottorati.html Doy las gracias de antemano a quien tenga el valor de leer semejante tocho geek

En los últimos tiempos la polémica acerca del encaje entre seguridad y derechos fundamentales se ha generalizado de un modo parcial y equivocado. El concepto de seguridad se ha circunscrito a la prevención del delito, especialmente de aquellos de origen terrorista tras los atentados del 11-S. La búsqueda, por un lado, de una seguridad ciudadana que erradique los riesgos contra la integridad física y el patrimonio derivados de la delincuencia común y, por otro, de un sistema de prevención capaz de neutralizar la amenaza terrorista puntual pero devastadoramente manifestada en estos años, ha sido mostrada, de modo más o menos encubierto, por gobiernos, criminólogos y analistas políticos de ciertas tendencias como un objetivo incompatible con el actual régimen de libertades y justificado para restringirlo. Desde esta perspectiva, la cuestión de la seguridad se plantea como un choque entre derechos fundamentales: para que la vida o la integridad física sean preservadas, otros derechos como la intimidad o el secreto de las comunicaciones han de ser parcialmente sacrificados.

Ante todo debemos decir que seguridad y derechos fundamentales no son conceptos enfrentados. En un Estado constitucional de Derecho, la seguridad no es sino la garantía real de que todos y cada uno de los derechos fundamentales serán respetados por Estado y particulares. El ciudadano no sólo debe poder caminar tranquilamente por las calles, sino tener la certeza de que en su trabajo se le proporcionarán los medios precisos para que pueda realizarlo sin peligro para su integridad física y su vida. También debe gozar de un sistema sanitario que salvaguarde su salud en caso de enfermedad y, en definitiva, contar con los instrumentos y resortes precisos para proteger en todo momento el status que la Constitución le reconoce. Igualmente, debe tener la certeza de que las leyes que se le apliquen sean un desarrollo fiel de los principios constitucionales respetando y expandiendo el espíritu de la norma fundamental y de que recibirá un juicio justo y adecuado por parte de los tribunales. Una situación de seguridad ideal sólo puede nacer de un equilibrio justo entre los derechos fundamentales y del respeto efectivo a los mismos que llevará a la materialización de las tres manifestaciones de la seguridad en un Estado constitucional: seguridad jurídica, seguridad social y seguridad ciudadana, manifestaciones íntimamente interelacionadas como expondremos a continuación.

Como hemos dicho, la verdadera seguridad se logra a través del respeto de los derechos fundamentales de cada ciudadano. Configurar las políticas de seguridad sanitarias, antiterroristas, contra la delincuencia...conlleva necesariamente ponderar los derechos fundamentales que al diseñarlas se ponen en juego a través del método que autores como Alexy nos ofrecen. Ello debe hacerse comparando el valor entre los principios en conflicto dentro de cada supuesto concreto, el grado en que cada política conculcaría un principio para satisfacer al otro y la existencia de alternativas menos dañosas para lograr tal fin.

La seguridad en materia sanitaria o laboral representa uno de los supuestos más sencillos de esta ponderación. Puede protegerse la salud, la vida y la integridad física de trabajadores y ciudadanos en general con la simple inversión de capital en hospitales y sistemas de prevención de riesgos laborales. Queda claro que la disminución de capital en los patrimonios de empresarios y contribuyentes es infinitamente preferible a la muerte o conculcación de derechos tan fundamentales como la salud o la integridad corporal. Un ciudadano no necesita grandes cantidades de dinero para tener una vida feliz y realizarse como individuo. En cambio esto le resultará imposible si el dolor o la enfermedad le inutilizan. Las restricciones al derecho de propiedad con fines sociales resultan justas y necesarias.

Por el contrario otras medidas como el control de las comunicaciones, la detención indefinida de sospechosos sin cargos, la reducción de los derechos de los inmigrantes o la instalación de escáneres en aeropuertos capaces de mostrar una imagen tan nítida del cuerpo desnudo del pasajero que es equiparable a la auténtica desnudez, resultan ataques frontales, demoledores y claramente desproporcionados contra la dignidad del ciudadano, aparte de flagrantes violaciones de la constitución y leyes fundamentales de las naciones respetuosas con los derechos humanos. Mediante estas medidas no se reduce parcialmente un bien material como es el dinero, ajeno al propio ser del ciudadano e imprescindible tan sólo en la medida que le sirva para proporcionarle unas condiciones de vida dignas, sino que se invade su propia persona, sometiéndole a situaciones humillantes, a agresiones destructoras de su honor y a intromisiones en ámbitos de su vida objetivamente dignos de ser protegidos de miradas ajenas por su carácter íntimo y estrictamente personal.

Dworkin, en su obra “Los derechos en serio”, plantea como ejemplo extremo de la lógica criminal y absurda de la restricción salvaje de derechos en aras de una supuesta seguridad el juicio en el que 7 anarquistas fueron condenados a muerte en Chicago por realizar proclamas revolucionarias que podían considerarse incitadoras a la violencia. El autor afirma nítidamente el carácter inconstitucional de la condena no sólo por su dramática desproporción, sino porque la primera enmienda de la constitución norteamericana amparaba sin duda el ejercicio de la libertad de expresión que los condenados realizaron al oponerse vehementemente contra una situación social que, aparte de ser radicalmente injusta, contradecía sus valores más sagrados.

Dworkin critica con toda lógica el demencial discurso de quienes defienden una restricción asfixiante de derechos básicos con la excusa de que, así, podrán salvaguardarse otros mediante la instauración de una completa seguridad ciudadana y la erradicación de la amenaza terrorista. Es un insulto a la inteligencia y al valor de la constitución sacrificar de una forma cierta y constatable una parte importante de los bienes jurídicos que ésta consagra como supremos, individuales e irrenunciables amparándose en la endeble base de teorías y predicciones según las cuales tal restricción puede ayudar a la salvaguarda de otros derechos. El sacrificio de derechos individuales en favor de supuestos objetivos colectivos es una violación del espíritu del constitucionalismo moderno, que rechaza cualquier mediatización del ciudadano. Toda constitución democrática se sustenta en la convicción de que el ciudadano es dueño de su dignidad y que el Estado no debe decidir sobre el uso que hace de ella, sino tan sólo protegerla y concebirla como un límite infranqueable para su poder.

Los accidentes de tráfico causan decenas de miles de muertos al año en Europa. Estas vidas podrían salvarse si se restringiera el tráfico por carretera a unos pocos vehículos de transporte público y a los de emergencia. Sin embargo se sigue permitiendo el tráfico de millones de coches a sabiendas de las tragedias que esto generará. Y se hace porque la irresponsabilidad de unos cuantos conductores, aunque no pueda controlarse plenamente, no puede anular la libertad de circulación de la inmensa mayoría. No pueden cerrarse las carreteras para proteger a la población de los conductores ebrios y suicidas, sino que el Estado debe idear los medios de neutralizarlos sin destruir la libertad de circulación de tantísimos conductores diligentes que deciden coger su coche libremente y conscientes de los peligros que puede traerles.

Precisamente esta es la clave de una política correcta de seguridad ciudadana: exprimir la creatividad y los recursos del Estado para lograr una eficaz protección de la vida y la integridad física de la ciudadanía sin que ello signifique una restricción injustificada de sus derechos. Una de las vías más demostradamente adecuadas en este sentido es una política preventiva contra la marginación y las circunstancias de desigualdad y exclusión que de forma innegable disparan los índices de delincuencia en las ciudades. Esta política no es sino un doble desarrollo de los principios constitucionales: por un lado, promueve la vigencia real de los derechos sociales y culturales consagrados en las normas fundamentales de los países occidentales y tan vergonzosamente ignorados en las políticas públicas, una vigencia sin la cual no puede afirmarse que exista un auténtico respeto a la constitución. Por otro, previene las circunstancias que condenan al dolor, la miseria y el embrutecimiento a millones de ciudadanos occidentales destinados a la exclusión desde su nacimiento, y a quienes difícilmente se les puede reclamar respeto hacia el prójimo cuando nadie les ha enseñado lo que significa esa palabra y el Estado ha renunciado al compromiso de guardián de sus derechos que inexorablemente le correspondía.

Un testimonio incontestable sobre la utilidad de esta estrategia es el de Irvin Waller, ex Director General de Centro Internacional de Prevención de la Criminalidad de Montreal, Canadá, en su libro “Menos Represión, Más seguridad”. Más allá de sus argumentos teóricos, Waller plantea proyectos contra la exclusión social ya realizados y que han tenido consecuencias increiblemente positivas en la prevención del delito. Así, en Inglaterra y Gales se aplica con éxito un programa para la inclusión de la juventud, que se enfoca en unos 50 jóvenes en situación de riesgo, de entre 13 y 16 años, en cada uno de los 70 barrios más peligrosos de Inglaterra y Gales, donde hay más pobreza y violencia. Se trabaja con ellos en centros juveniles durante diez horas semanales, donde se les da entrenamiento deportivo, informática, alfabetización y asesoramiento en salud. Los resultados fueron espectaculares y permitieron bajar el 60% el índice de arrestos, el 27% las expulsiones de la escuela y el 16% la delincuencia. Todo ello con una inversión notablemente más baja que la que reclamaban los planes de seguridad propuestos por los conservadores y que consistían en un considerable aumento de los efectivos y medios policiales.

En cambio numerosos gobiernos optan por la criminalización de los colectivos ya marginados y la imposición de medidas absolutamente desproporcionadas y contrarias a los derechos fundamentales. La ley contra la inmigración del gobierno Berlusconi, que cataloga como delito la estancia ilegal en Italia en contra del resto de legislaciones nacionales europeas que la conciben como una infracción administrativa, permite la atrocidad de retener durante medio año a un ser humano por el mero hecho de haber entrado ilegalmente en este país, conculcando drásticamente un derecho humano tan universal como la libertad de movimientos durante un periodo de tiempo escandalosamente alto y que con toda seguridad será desmontada por ell Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En los jardines de muchas ciudades españolas proliferan las cámaras de videovigilancia que graban a toda persona que desee pasar su tiempo allí, quedando su imagen a expensas de quienes controlan las cintas, cuya utilidad es bastante limitada debido a que quienes practican la prostitución o el tráfico de drogas aprenden muy pronto cuáles son sus puntos muertos. En España también padecimos la ley corcuera que habilitaba a las fuerzas de seguridad a invadir domicilios sin orden judicial de registro tomando como único requisito el “conocimiento fundado” de que se estaba cometiendo un delito flagrante (independientemente de que luego se demostrase o no dicha comisión), lo cual daba la excusa perfecta a la policía para invadir domicilios particulares impunemente violando el derecho a la inviolabilidad del domicilio. Esta ley fue declarada inconstitucional por nuestro TC

Todas estas medidas pretenden imponer al ciudadano una renuncia a su dignidad sin atacar las raíces de la inseguridad ciudadana, esgrimiendo hipotéticos logros para justificar ciertos y demoledores ataques a los derechos más básicos. Y a la vez que se promueven, el Estado se desentiende de los problemas sociales de donde objetivamente nace una grandísima parte de la delincuencia. Mientras el Estado no asuma que el reconocimiento efectivo de todos los derechos a toda la ciudadanía (así como de los instrumentos jurídicos para hacerlos valer) es la clave para la consecución de la seguridad ciudadana que tanto anhelamos, el problema seguirá vivo, convirtiéndose en útil excusa para una clase política que muchas veces presenta como mal absoluto al delincuente común con la esperanza de poder depositar sobre él sus propias miserias y usarlo como chivo expiatorio.

En cuanto a la prevención del terrorismo internacional, los atentados del 11S han abierto la puerta a políticas que llevaban años fraguándose desde los sectores políticos más conservadores de EEUU y que ahora se presentan como panacea contra un problema que tan sólo están contribuyendo a fomentar, llevándose, de paso, el prestigio del Derecho internacional, los derechos civiles de los americanos y cientos de miles de vidas inocentes sacrificadas en guerras ilegales. Veamos los orígenes de esta política. El padre del anterior presidente de EEUU y también presidente, George Bush, esgrimió prácticamente desde el inicio de su mandato el proyecto de imponer un nuevo orden mundial a la medida de su país. Los detalles de este nuevo “libro sagrado para el gobierno del mundo” pueden verse reflejados con especial nitidez en el documento Defence Planning Guidance, elaborado por un selecto grupo de funcionarios de los Departamentos de Estado y de Defensa bajo la dirección del Subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz. La piedra angular de esta nueva filosofía del orden mundial es el concepto de global security, una seguridad mundial que, tras la desaparición de las “barreras ideológicas” anteriores a la caída del Muro de Berlín, es posible y necesaria para garantizar la paz en un mundo lo bastante maduro para vivir de acuerdo con unos valores comunes…precisamente los norteamericanos.

Wolfowitz afirma que el mundo puede construir un sistema internacional justo y pacífico inspirado en la libertad y la democracia. En este contexto, es deseable (a la vez que inevitable) la expansión de una globalización que generalice la interdependencia entre las distintas naciones que conforman el planeta. La intensa circulación de personas y mercancías que esto conlleva requiere un sistema de seguridad global para evitar los riesgos para la seguridad mundial que de esto se derivan. A consecuencia de esta situación, se justifica un control en los medios de transporte marítimos y aéreos, en el acceso a la tecnología nuclear, una ampliación del radio de acción de los pactos militares como la OTAN al Tercer Mundo, cuya desestabilización puede repercutir en la seguridad de occidente…e incluso la guerra preventiva. En un principio, estos analistas neoconservadores empezaron por justificar la intervención humanitaria en países del Tercer Mundo con el fin de prevenir las violaciones graves y masivas de los derechos humanos…más adelante, como pudo verse en Irak o Afganistán, emplearon estas intervenciones, carentes de todo amparo en el Derecho Internacional, escudándose exclusivamente en supuestos riesgos para la seguridad occidental.

A raíz de los atentados del 11-S, parece haberse creado un clima de impunidad para cualquier iniciativa militar o legislativa proveniente de la gran potencia mundial, por contraria que sea al Derecho Internacional y los derechos humanos, siempre que se justifique en un supuesto deseo de evitar que tales acontecimientos se repitan. La clase política, pero también la doctrina jurídica, han guardado silencio en los últimos tiempos ante autenticas (y sin duda estériles) atrocidades provenientes de la administración norteamericana y que no solo son inmorales, sino también ilegales. Valga como muestra la más terrible de todas ellas, por su magnitud y por la tragedia que aun hoy representa: la guerra de Irak.

Muchas de estas guerras ilegales dicen basarse en la salvaguarda de los derechos humanos, que van a ser conculcados por gobiernos o grupos terroristas si no se acepta el mal menor de la intervención armada contra ellos. Habermas sólo admitiría esta guerra humanitaria si se alcanzase la perspectiva cosmopolita de la ciudadanía universal capaz de institucionalizar a nivel mundial los derechos humanos, de un modo tan riguroso y garantizado como a nivel nacional. Sólo así estaríamos en condiciones de juzgar la oportunidad de estas intervenciones y asegurar que no había otra alternativa menos dañosa. Por el contrario, el fomento gratuito de la guerra en contra del Derecho internacional que estamos viviendo sólo puede dar lugar a “un nuovo fondamentalismo (…) e di riproporre la stessa ossesione identitaria che é propia delle guerre etniche: da un lato l´Occidente, dal altro il mondo restante cui si pretende d´imporre i valori di Occidente con il mezzo della violenza” (Ferrajoli, Guerra “ética” e diritto p. 124)

La legislación internacional vigente es muy estricta a la hora de permitir a una nación iniciar un conflicto bélico, pues la comunidad internacional es consciente del infierno a gran escala que toda confrontación armada desata. Como dice Ferrajoli “La guerra es la negación del derecho y de los derechos, ante todo del derecho a la vida, así como el derecho, fuera del cual no es concebible ninguna tutela de los derechos, es la negación de la guerra”. Precisamente por ello la Carta de las Naciones Unidas restringe las intervenciones bélicas exteriores a las “guerras de defensa”, las cuales pueden ser autorizadas por el Consejo de Seguridad cuando se den ciertas circunstancias. Dicha Carta, en su artículo 2.4 establece la prohibición de la “amenaza y uso de la fuerza”, a efecto de atentar “contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas”; esta prohibición es omnicomprensiva, de modo que a partir de ella podemos decir que cualquier utilización de la fuerza armada de un Estado para atacar a otro es ilícita. El mismo artículo 2 de la Carta impone la obligación de resolver las controversias internacionales por medios pacíficos, sin que se ponga en peligro la paz y la seguridad internacionales. Para que se surta la hipótesis de una guerra de defensa, prevista por el artículo 51 de la Carta, se requiere de un ataque previo o inminente y la respuesta debe atender los principios de necesidad, inmediatez y proporcionalidad. Huelga decir que en la invasión de Irak no se dio ninguno de estos requisitos.

Ciertos juristas han intentado legitimar estas intervenciones en una supuesta norma consuetudinaria internacional que anula lo dispuesto en la Carta de la ONU permitiendo el uso de la fuerza en casos de emergencia humanitaria o de riesgo para la seguridad. Esta tesis es doblemente inadmisible, primero porque el derecho consuetudinario jamás podría contradecir una ley positiva (y menos del rango de la Carta de la ONU), y segundo porque tales intervenciones son rechazadas por la inmensa mayoría de los países pertenecientes a la ONU, luego la generalizada aceptación que requiere toda costumbre para ser jurídicamente válida tampoco se da. El hecho de que unos pocos Estados, por poderosos que sean, violen el Derecho Internacional no significa que la comunidad internacional aplauda y considere un nuevo camino a seguir tal violación.

Desde una postura pretendidamente iusfilosofica, algunos analistas intentan justificar la llamada “guerra contra el terrorismo” comenzada por la administración Bush integrándola en el tradicional concepto de “guerra justa”. Esta postura es indefendible, incluso si damos la razón a los filósofos del Derecho que en siglos pretéritos elaboraron esta idea, ya que el modelo de guerra que Bush ha llevado a cabo nada tiene que ver con las guerras de su época. Aquí no luchan dos ejercitos en un campo de batalla estrictamente militar, sino que se bombardean ciudades enteras, se destrozan infraestructuras civiles, se masacra a mujeres y niños con una tecnología militar arrasadora...para atacar a un enemigo que no es un ejército, que carece de su potencial y que por tanto debe ser perseguido por otros medios como el policial, ya que el militar, aparte de ser inútil por lo huidizo y esquivo de los grupos terroristas, fomenta el odio de pueblos enteros masacrados gratuitamente por el salvajismo de un ejército a quien no le importa asesinar inocentes, incitándoles a apoyar el terrorismo como arma para vengarse de los extranjeros que invaden sus países y les matan y tiranizan. Al respecto Ferrajoli apunta: “...con sus inútiles destrucciones la guerra sólo ha agravado los problemas que pretendía resolver... reforzó enormemente al terrorismo, al elevarlo a la categoría de Estado beligerante, convirtiendo un crimen horrendo en el primer acto de una guerra santa y transformando a Bin Laden, a los ojos de millones de musulmanes, en un jefe político, y a su banda de asesinos, en la vanguardia de un ejército de fanáticos... (La guerra ha contribuido a desestabilizar todo el Oriente Medio, incluido el polvorín (nuclear) pakistaní, y a desencadenar una espiral irrefrenable de odios, fanatismos y otras terribles agresiones terroristas”.

¿Cómo restaurar una legalidad internacional que es la única base razonable que tenemos para extender el paradigma del Estado de derecho hacia el ámbito de las relaciones internacionales? La idea sería crear un sistema de garantías que permita hacer efectivas las normas del derecho internacional. La primera entre todas debe ser la garantía de la paz, que se podría lograr sobre todo desarmando a los Estados y reservando en favor de la ONU un monopolio de la fuerza internacional. Ferrajoli destaca lo absurdo que resulta que se prohíba la utilización de armas de destrucción masiva y sin embargo se siga permitiendo su producción y comercialización si son determinados países privilegiados quienes la realizan. En esto tienen una gran responsabilidad los Estados democráticos del primer mundo, pues es dentro de su territorio donde se producen las armas cuya utilización está prohibida por el derecho internacional. El comercio de armas, tanto el “lícito” como el que se produce en la ilegalidad, constituye una gran fuente de riqueza para muchas personas, que tienen formas de “presionar” a los responsables políticos para que les dejen seguir con sus negocios. Según Ferrajoli, “Las armas están destinadas por su propia naturaleza a matar. Y su disponibilidad es la causa principal de la criminalidad común y de las guerras. No se entiende porqué no deba ser prohibido como ilícito cualquier tipo de tráfico o de posesión. Es claro que el modo mejor de impedir el tráfico y la posesión es prohibiendo su producción: no sólo por tanto el desarme nuclear, sino la prohibición de todas las armas, excluidas las necesarias para la dotación de las policías, a fin de mantener el monopolio jurídico del uso de la fuerza. Puede parecer una propuesta utópica: pero es tal sólo para quienes consideran intocables los intereses de los grandes lobbies de los fabricantes y de los comerciantes de armas y, por otro lado, las políticas belicistas de las potencias grandes y pequeñas”.

Por otro lado, Ferrajoli también propone una reforma “en sentido democrático” de la ONU, a través de la reconsideración del papel del Consejo de Seguridad. La reforma, basada en el principio de igualdad, “pasa obviamente por la supresión de la posición de privilegio que hoy detentan en el Consejo de Seguridad las cinco potencias vencedoras de la segunda guerra mundial y la instauración de un sistema igualitario de relaciones entre los pueblos”. El principio democrático y de igualdad entre las naciones es pisoteado en una institución en la que una sola nación, simplemente por su poderío militar, puede vetar resoluciones apoyadas por todas las demás.

Más allá de la guerra y ocupación de naciones, la doctrina de la “guerra contra el terror” ha implicado conculcaciones de los derechos fundamentales al nivel de los ciudadanos individuales. Cuando un Estado democrático cede a la tentación de torturar a un detenido, o de detenerle sin cargos y mantenerlo meses o incluso anos en régimen de privación de libertad, ya ha traspasado la línea que lo separaba de los terroristas y ha perdido su principal arma de diferenciación: la legitimidad que le da el apego a ciertos valores, encarnados en buena medida en un ordenamiento jurídico. De igual manera, habría que sospechar de cualquier solución jurídica al fenómeno terrorista que suponga la imposición de regímenes completa y totalmente excepcionales (afectando a derechos fundamentales como la inviolabilidad del domicilio, el secreto de las comunicaciones etc sin que medie una orden judicial suficientemente fundamentada). El TEDH se ha visto obligado a declarar contraria al ordenamiento europeo la ley antiterrorista británica por permitir la brutalidad de que personas presuntamente inocentes sean detenidas e incomunicadas hasta por 5 días, y pese a ello el gobierno británico sigue empecinado en intentar sobrepasar los límites del Derecho ampliando todo lo posible el margen de prisión preventiva sin cargos para los sospechosos de terrorismo. Otro de los más escandalosos ataques a los derechos fundamentales en estos tiempos vino de la ley de espionaje del gobierno bush, que fue abortada por los tribunales pero preveía las escuchas telefónicas e interceptación de mails sin autorización judicial.

Pueden existir, de forma limitada y siempre bajo control judicial, restricciones de derechos que sean específicas para personas acusadas de terrorismo (como lo reconoce, por ejemplo, el artículo 55 de la Constitución española de 1978), pero de ahí no se puede dar el paso hacia el vaciamiento de los derechos fundamentales de tales personas, como lo ha hecho el gobierno de los Estados Unidos con los detenidos en el campo de concentración de Guantánamo. Y esto aplica lo mismo a los derechos “sustantivos” (por llamarlos así) como a los “derechos procesales” o vinculados con el acceso a la justicia; esta observación es importante para poner bajo sospecha la peligrosa tendencia de crear tribunales militares encargados de conocer de juzgar a civiles vinculados con hechos de terrorismo o con otras manifestaciones de la criminalidad organizada.

Pero, igual que sucede con la seguridad ciudadana, la clave para la reducción de la amenaza del terrorismo internacional se encuentra en el respeto a todo pueblo y nación que ha terminado de destruir la política de Bush. Ante su barbarie que tan sólo genera odio a occidente y miles de nuevos voluntarios para Al Qaeda, la solución no puede ser sino ofrecer respeto a los pueblos hoy sojuzgados a causa de su petroleo o su valor estratégico. Y esto sólo puede hacerse restaurando la legalidad internacional y garantizando que los crímenes de la era Bush nunca vuelvan a repetirse, así como protegiendo los derechos de pueblos como el palestino impunemente destrozados por Estados como el israelí que violan sistemáticamente el Derecho internacional con castigos colectivos y políticas de represión y terror verdaderamente criminales, así como el apoyo a regímenes tiránicos como el saudí, vistos por sus pueblos como deleznables y asociados a occidente debido al apoyo que, a cambio de petroleo o ayuda estratégica, les brindan países como EEUU.

En definitiva, queda evidenciado que la cuestión de la seguridad debe ser abordada de un modo global, entendiéndola como un beneficio que ha de ser para todos y debe ser concebido desde una perspectiva global, es decir, como una garantía de que ningún ciudadano va a ver pisoteada ninguna de las manifestaciones de su dignidad reconocida por la constitución. Sólo sembrando auténtica seguridad podremos asegurar una verdadera paz social y mundial.
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