Sácrimo

Había terminado mi obra maestra. Era enorme. Estaba orgulloso, radiante de emoción, pero un amigo me confirmó lo que temía:

- No vas a poder publicar esto.

No. Nunca podría. Estaba ella.

Dafne era lo que más amaba en este mundo. Publicar mi obra maestra acabaría por hacerle daño. La perdería. La única solución plausible era quemar el manuscrito.

No pude evitar darme el placer de leer la novela una última vez. Era perfecta. No tenía un solo fallo. Lloraba, y las palabras se emborronaban, culpa al mismo tiempo de mis personajes maltratados y de la belleza sintáctica que debería eliminar, para hacerla presa del olvido.

Cuando pulsé la apocalíptica tecla, mi cabeza se desplomó sobre el ordenador. Me ardían los ojos, y el pelo luchaba por meterse entre mis gemidos, acariciando mi piel mojada por las lágrimas.

Esa noche me reuní con Arturo. Era el único que había leído el manuscrito, aparte de mí. Tenía la molesta manía de dar palmaditas en la espalda a quien viese triste. Su ridículo gesto no hacía más que derrumbarme aún más. Requería fuerza de voluntad mantenerse firme y seguir andando.

Bajamos al río, y Arturo arrancó una papelera de metal. La colocó junto a la pared, bajo el puente. Introdujo el manuscrito dentro y roció un poco de gasolina. Me pasó las cerillas.

- Debes hacerlo tú.

¿Por qué yo? Era la única copia. Si aún la salvaba podría saltar a la fama, dejar de preocuparme por el dinero. Me estudiarían en los colegios, grabaría mi nombre a fuego en la historia de la literatura y viviría para siempre en el recuerdo de la humanidad. Sólo podía conseguirlo a través de ese manuscrito, si lo salvaba. ¿Por qué tenía que hacerlo yo?

Amaba a Dafne. Tenerla a mi lado me proporcionaba toda la felicidad que podía desear. El manuscrito atentaba contra eso: tenía que ser destruido. Sin embargo, aunque al hacerlo salvaba mi relación con ella, al mismo tiempo demostraba mi inferioridad y mi dependencia de su amor. No era más que un títere de Dafne, sujeto a sus silenciosos designios. Mi vida, mis opiniones,... no valían nada en comparación. Nada de lo que yo escribiese la superaría jamás.

Encendí la primera cerilla y la tiré sin mirar. Arturo observaba distante. Encendí la segunda y también cerré los ojos cuando la dejé caer. Ambas se apagaron durante el vuelo. Me temblaban las piernas, así que hinqué mis rodillas en el barro. Encendí otra cerilla y la devolví a la caja. Ardieron todas. Solté la caja.

Caí hacia atrás con la primera llamarada y observé el fuego. Lo miraba tratando de olvidar su significado. Olvidar lo que las llamas estaban quemando. Eran bonitas, rojas y azuladas. A mis brazos llegaba un poco de su calor. Tardamos un buen rato en dar la vuelta. Arturo dejaba que me tomase mi tiempo. Al levantarme, sentí de nuevo sus palmadas en la espalda y eché a correr. Rumbo a casa.

Tuve que detenerme en el umbral a tomar aliento. No quería que Dafne notase nada extraño. Respiré hondo y giré las llaves. Escuché sus delicados pasos acercándose desde la cocina. Movía su cola con energía, y saludó con un corto ladrido, como siempre había hecho. Por suerte, no se había dado cuenta. Saltó sobre mí y no pude evitar abrazarla, acariciar su terso y suave pelaje.

Aquella noche hicimos el amor. Yo estuve algo distante, pero Dafne no se percató. Una vez se hubo dormido, me levanté con cuidado y regresé al ordenador. No quedaba nada. Aquella historia había muerto. Dafne y yo podríamos seguir viviendo tranquilos.

zoofilia?

ahá

oh dios!

^_^