Tribuna del Jurista
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Artículos de "el penúltimo liberal" (unificado)

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Artículos de "el penúltimo liberal" (unificado) Empty “Estado Social de Derecho”, una contradicción en los términos

Mensaje por Asoen Lun Sep 05, 2011 11:38 pm

«Cuando el Estado ha de utilizar la legislación no sólo para crear un orden general para la acción, sino también como instrumento de acción, entonces las leyes no pueden tener siempre carácter general y abstracto, sino frecuentemente específico y concreto» Manuel García-Pelayo.

El adjetivo "social " transforma, cual rey Midas, todo lo que toca, aunque no precisamente en oro. Deforma el significado de todo cualquier sintagma al que se añada, convirtiéndolo en antónimo de lo que previamente significaba. Así, la justicia social es la injusticia elevada a la categoría de justicia, la economía social de mercado, lo contrario a la verdadera economía de mercado y el Estado social de Derecho (Sozialrechtstaat), la negación del verdadero Estado de Derecho (Rechtsstaat).

El Estado de Derecho ha sido el ideal al que han aspirado desde sus orígenes liberalismo y constitucionalismo, y su génesis puede remontarse a las antiguas Grecia y Roma. El Estado de Derecho es lo que los ingleses llamaron rule of law, es decir, el imperio del Derecho, ya invocado por autores como Aristóteles o Cicerón. El imperio del Derecho significa, sencillamente, «gobierno de las leyes y no de los hombres» («Imperia legum potentiora quam hominum», tal y como lo expresara Tito Livio). Fuera de un Estado de Derecho no es concebible la libertad, ya que ésta necesita de la ley para crecer y desarrollarse. El Derecho no significa, pues, como pensaba Bentham, o como piensan los anarquistas, falta de libertad, sino que es precisamente su condición más indispensable. Esto es lo que dice Locke al respecto:

«Donde no hay ley no hay libertad. Pues la libertad ha de ser el estar libre de las restricciones y la violencia de otros, lo cual no puede existir si no hay ley; y no es, como se nos dice, ‘una libertad para que todo hombre haga lo que quiera’. Pues ¿quién pudiera estar libre al estar dominado por los caprichos de todos los demás?»


El imperio del Derecho comporta la lucha contra la arbitrariedad estatal, de modo que la discrecionalidad estatal quede reducida al mínimo, precisamente para que sean las leyes y no los hombres los que gobiernen. Así y solo así es posible la consecución de la libertad en una sociedad. De este modo, la misión del Estado no es alcanzar fines concretos sino más bien establecer un orden general en el que cada cual pueda perseguir sus propios fines. Esto sólo es realizable mediante leyes generales y abstractas, que se apliquen universalmente y que, por supuesto, vinculen también al Estado. En el momento que el Estado se pone a perseguir fines concretos y particulares se ve forzado a abandonar este ideal, ya que las leyes generales y abstractas suponen un impedimento para la consecución de tales fines. El Estado Social tiene en su esencia la búsqueda de unos fines concretos - principalmente la distribución igualitaria de la renta- y, por ello, debe prescindir de la generalidad y abstracción de la ley. Es esto lo que expresaba García Pelayo, un ferviente defensor del Estado Social, en la cita con la que comenzábamos.

Vayamos al caso de la redistribución. Para redistribuir las rentas, el Estado ha de acudir a la discriminación, ya que necesariamente habrá de tratar de modo distinto a ricos y pobres. Por tanto, es claro que la redistribución no puede llevarse a cabo mediante leyes universalmente aplicables. Asimismo, distribuir lo recaudado es una tarea que tampoco se puede llevar a cabo recurriendo a reglas generales y abstractas, sino que tal distribución se llevará a cabo necesariamente sin ceñirse a ningún criterio, o por lo menos, a ningún criterio no arbitrario o discriminatorio. Esto es lo que sucede con las subvenciones, que se conceden “a dedo”, del modo más arbitrario concebible.

Es necesario apreciar de una vez por todas que la igualdad formal - la igualdad ante la ley- y la igualdad material - la igualdad mediante ella- son incompatibles. En una hipotética situación de igualdad material de todos, en el momento en el que se establezcan unas leyes generales universalmente aplicables, los individuos más hábiles, más preparados o, simplemente, con más suerte, mejorarán su situación, de modo que se crearán desigualdades. Los hombres, necesario es admitirlo, no somos iguales, pues no nos hizo Dios así. La igualdad de normas, sumada a la desigualdad real que se da entre los distintos individuos, produce como resultado necesario - y beneficioso- la desigualdad material. El Estado de Derecho, al exigir la igualdad formal, resulta incompatible con el Estado Social, que aspira a la máxima igualdad material.

Por ello, la construcción del Estado Social ha supuesto el progresivo abandono de aquel ideal, el del Estado de Derecho, que inspiró a los primeros liberales. El primer síntoma de este proceso es la destrucción de la división de poderes y, especialmente la confusión que se da entre el poder ejecutivo y el legislativo. El poder ejecutivo realiza labores legislativas -aunque no se denominen así- y los parlamentos se encargan de gobernar más que de legislar. Las leyes que aprueban, que más que leyes podríamos denominar mandatos, no son generales y abstractas, sino extremadamente específicas y orientadas a fines concretos. Asimismo, es el Parlamento quien elige al Gobierno y casi todos los miembros del Gobierno están en el Parlamento. Se legisla sobre todo y para todo. Se aprueban y derogan leyes a frenética velocidad ¿Cómo podemos tener un gobierno de leyes y no de hombres si los hombres están haciendo leyes permanentemente y pueden cambiar las que han hecho cuando quieran? Y más aún, ¿dónde queda la certeza de la ley si ésta puede cambiar de forma súbita e inesperada? La inflación –diarrea, dicen algunos- legislativa que sufrimos es prueba fehaciente del gravísimo deterioro que ha sufrido el Estado de Derecho. No hay mucha diferencia entre el déspota que gobierna arbitrariamente siguiendo su propia voluntad y el Gobierno que debe cumplir la ley pero puede cambiarla -o hacerla cambiar- cuando quiera y como quiera.

Es por eso que digo que el concepto de “Estado Social de Derecho”, reconocido en nuestra Consitución, no es más que un aberrante oxímoron. El Estado Social, Estado del Bienestar o Estado providencia es incompatible con el Estado de Derecho en tanto comporta la persecución de unos fines particulares, contingentes y cambiantes, puesto que dicha tarea no puede llevarse a cabo sin conceder al gobierno amplia capacidad de discreción. Los omnímodos poderes depositados en manos del gobierno constituyen un fatal peligro para la civilización libre. La defensa de la libertad individual precisa, por ello, de la deconstrucción del Estado del Bienestar.


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Artículos de "el penúltimo liberal" (unificado) Empty Soberanía nacional y soberanía individual

Mensaje por Asoen Lun Sep 05, 2011 11:48 pm

«La soberanía popular es la concepción básica de los demócratas doctrinarios. Significa, según ellos, que el gobierno de la mayoría es ilimitado e ilimitable» F.A. Hayek

La soberanía nacional es, efectivamente, el dogma indiscutido e indiscutible del pensamiento político contemporáneo. La mayoría de las Constituciones y Declaraciones de derechos que existen la recogen como uno de sus principios fundamentales. Así, la Constitución española, dice: «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»

Procedamos a analizar pues, el sumamente interesante concepto de soberanía nacional, que emplearemos, a todos los efectos, y aun sabiendo que no son completamente equivalentes, como sinónimo de soberanía popular.

La soberanía es, según la definición clásica de J. Bodin, «el poder absoluto y perpetuo de una República». Nótese el adjetivo absoluto, pues es aquí donde radica la esencia de la cuestión. Soberanía (del latín super omnes, "sobre todos") significa supremacía. Sólo si es supremo, esto es, absoluto e ilimitado, puede decirse de un poder que es soberano. Y que sea ilimitado significa que no tiene ningún tipo de restricción, que ninguna ley puede limitarlo, pues el poder soberano es, por definición, fuente de toda ley. No existe ley positiva, natural o divina anterior a la suprema voluntad del soberano. La teoría de la soberanía -sea esta regia (Bodin, Hobbes) o nacional (Rousseau, Sieyès)- es siempre absolutista, en tanto la soberanía implica un poder absoluto. Así lo expresa Emmanuel Sieyès, el gran teórico de la revolución francesa:

«La voluntad nacional, por el contrario, no tiene necesidad sino de su realidad para ser siempre legal; ella es el origen de toda legalidad. No solamente la nación no está sometida a una constitución, sino que no puede estarlo, sino que no debe estarlo, lo que equivale a decir que no lo está. No puede estarlo. ¿De quién, en efecto, hubiera podido recibir una forma positiva? ¿Hay una autoridad anterior que haya podido decir a una multitud de individuos: "Yo os reúno bajo tales leyes; formaréis una nación en las condiciones que yo os prescribo"?»

En la Edad Media, el rey no es, de ningún modo, soberano. En el reino de Aragón o en el de Navarra, por poner dos ejemplos cercanos a nosotros, su autoridad está condicionada por el juramento de los Fueros. Se consolida en estos dos reinos un modelo de gobierno limitado en el que el rey, si quiere serlo, debe aceptar un orden preexistente, que no puede, de ningún modo, cambiar. Esto queda maravillosamente reflejado en el mito que narra la fundación del reino de Aragón. Según esta leyenda -inventada mucho más tarde- los nobles, reunidos en el monasterio de San Juan de la Peña, coronaron al rey con estas palabras:

«Nos, que valemos tanto como Vos, que no valéis más que Nos, os juramos como Príncipe y heredero de nuestro Reino con la condición de que conservéis nuestras leyes y nuestra libertad, y si no, no»

Tampoco puede decirse, en puridad, que el rey absoluto de los siglos XVI, XVII y XVIII sea soberano, como de nuevo nos dice Bodin:

«si decimos que tiene poder absoluto quien no está sujeto a las leyes, no se hallará en el mundo príncipe soberano, puesto que todos los príncipes de la tierra están sujetos a las leyes de Dios y de la naturaleza y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos».

Quizás esas limitaciones mencionadas por el pensador francés fueran más teóricas que reales. Pero ahí estaban.

Por el contrario, según la moderna teoría de la soberanía, como hemos visto en la cita de Sieyès, la voluntad nacional es ilimitable. Esto significa que la nación puede darse a sí misma la Constitución que quiera, sea cual fuere su contenido, pues no hay ley que pueda limitar el poder soberano, siendo éste como es, por definición, un poder legibus solutus, esto es, no sujeto a leyes.

A esta concepción subyacen dos errores fundamentales: el primero, considerar que la constitución de una nación - o su Derecho- proceden de un acto de la voluntad humana. La constitución de un país - igual que su Derecho- es, por utilizar la terminología hayekiana, un orden espontáneo, por lo que tratar de alterarlo ha de generar necesariamente fatales resultados. El ser humano no ha inventado la civilización, sino que ésta se genera de manera espontánea a través de un proceso impersonal y evolutivo, generados por las acciones de multitud de individuos. Se puede, ciertamente, plasmar esa constitución o ese Derecho por escrito, pero siempre teniendo en cuenta que no se está creando nada, sino tan sólo positivando algo preexistente que no procede de ningún plan conscientemente trazado. La verdadera constitución de un país es anterior a su ley de constitución. El concepto de constitución interna, denostado injustamente como "ultraconservador" es, junto con el de la soberanía individual, el único baluarte frente a la ilimitada soberanía nacional. ¿Es que acaso la soberana voluntad de la nación puede negar la propiedad privada o los derechos individuales?

El segundo error consiste en atrbuir a la nación una voluntad. La nación o el pueblo, no debemos olvidarlo, son entes abstractos, y es más que evidente que los entes abstractos no pueden tener ni tienen ninguna voluntad. «Sólo el individuo piensa. Sólo el individuo razona. Sólo el individuo actúa». Creer que exista algo parecido a la "voluntad de la nación" es un antropomorfismo tan razonable como creer en la existencia de hadas o unicornios. Sólo los individuos son susceptibles de tener voluntad o libertad, por lo que el concepto de "voluntad general" es un imposible lógico. Tamaña obviedad es pasada por alto por los colectivistas, tan propensos a atribuir existencia propia a los entes colectivos. El único caso en que podríamos llegar a hablar de "voluntad general" sería en un caso de total unanimidad. Mas la unanimidad es prácticamente imposible en una comunidad. Lo que a lo sumo puede existir es la voluntad de la mayoría. E identificar la voluntad mayoritaria con la voluntad común significa pasar por alto a las minorías, es decir, cometer una flagrante injusticia y, además, negar los derechos individuales, ya que, en palabras de Ayn Rand, «el individuo es la menor de las minorías».

Por tanto, la soberanía nacional acaba significando la entronización de la voluntad de la mayoría, que no conoce de restricciones. Esta voluntad de la mayoría es impuesta a través del Parlamento que, supuestamente, representa al pueblo. La representación plantea también serios problemas, pues es muy dudoso que el Parlamento pueda llegar a expresar no ya la "voluntad de la nación", ya que, como decimos, no existe tal cosa, sino tan sólo la voluntad de la mayoría. De ordinario, lo que expresa son los intereses de la oligarquía dominante, que es la casta política. Esta cuestión, empero, va más allá de lo que pretendemos y podemos abordar aquí.

Es por eso que están totalmente equivocados quienes identifican la soberanía nacional como uno de las nociones básicas del liberalismo. Este concepto tiene una génesis bien distinta. Procede, más bien, de las ideas racionalistas francesas, y en especial de las de Rousseau, que se materializaron en la primera Revolución totalitaria de la historia, la revolución francesa, y que dan origen a todos los socialismos y totalitarismos modernos.

Y es que democracia y liberalismo no son lo mismo. Mientras que la democracia responde a la pregunta de quién debe gobernar, el liberalismo se ocupa del cómo, y en concreto de qúe límites se establecen para controlar el poder del gobernante, sea este elegido por el procedimiento que sea. Cierto es que la democracia es el sistema político mejor que se conoce, y el más compatible con el liberalismo. Lejos de mí la intención de condenar la democracia. Sin embargo, la democracia no puede ser ilimitada, sino que debe ceñirse a aquellas funciones que le son propias. La democracia es un instrumento útil, mas no pasa de ser eso: un instrumento, y no un fin en sí misma. Una decisión injusta no es menos injusta o más legítima por el hecho de que haya sido votada por mayoría. Hay ciertas cosas que no son discutibles y que han de quedar fuera del alcance del poder de la democracia. ¿Quién se atrevería a someter a sufragio la ley de la gravedad? Por ese mismo motivo, ninguna mayoría puede destruir ese orden espontáneo de que hablábamos, ni podrá negar, por ello, la propiedad privada o la libertad individual. Los derechos individuales no son discutibles, tienen un valor absoluto que ninguna mayoría o parlamento, por muy democráticos que sean, pueden discutir. Que la democracia sea el mejor sistema político que conocemos no significa que el número de hijos que debemos tener, el coche que debemos comprar, o las ideas que debemos sostener deban decidirse por mayoría, como implicaría el llevar hasta sus últimas consecuencias el principio de la soberanía popular.

Es por eso que siento verdaderos escalofríos cuando escucho reivindicaciones de democracia económica, empresarial, familiar o social, que implican extender la democracia a todos los ámbitos de la vida, lo que nos conduciría a un despotismo como no se ha conocido otro. La democracia es un buen sistema que, no obstante, puede degenerar en totalitario si no se le ponen límites, como ya observaron pensadores de la talla de Edmund Burke, quien advertía de que «en una democracia, la mayoría de los ciudadanos es capaz de ejercer la más cruel represión contra la minoría».

Por lo tanto, frente al democratismo de carácter colectivista que entroniza la soberanía nacional, debemos contraponer el liberalismo individualista que propone la soberanía individual. Esto es, sólo el individuo, y no la colectividad, ni el Estado ni cualesquiera otras fuerzas sociales, es soberano. Pero lo es únicamente en el ámbito de su propia vida, por lo que no debe pretender alterar coactivamente esos órdenes espóntaneos preexistentes que son el Derecho, la Constitución Histórica y la tradición, precisamente porque son esos órdenes los que permiten que pueda ejercer esa soberanía de la que es titular, libre de la influencia tiránica del Estado y de la mayoría. La soberanía individual es un concepto genuinamente liberal que fue formulado magistralmente por John Stuart Mill del siguiente modo: «La única finalidad por la cual el poder puede ser ejercido sobre un miembro es evitar que perjudique a los demás. Nadie puede ser obligado a realizar o no realizar determinados actos ni aunque así fuese la opinión de los demás».


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Artículos de "el penúltimo liberal" (unificado) Empty El derecho a la vida

Mensaje por Asoen Lun Sep 05, 2011 11:55 pm

«We cannot survive as a free nation when some men decide that others are not fit to live and should be abandoned to abortion or infanticide» Ronald Reagan

Los siglos XIX y XX supusieron un gran avance en el reconocimiento de los derechos individuales. La declaración de los Derechos Humanos de 1948 proclamó con gran solemnidad una larga serie de derechos que se fundamentan en «la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana». Trátase de una declaración de tono puramente iusnaturalista, que reconoce que tales derechos no lo son por haber sido concedidos liberal y generosamente por el Estado, sino que pertenecen al ser humano por el mero hecho de serlo. A pesar de que la propia Declaración se encargó de restarse seriedad, autoridad y eficacia al declarar como universales supuestos “derechos” a las vacaciones pagadas, el trabajo, o la seguridad social, lo cierto es que supuso un gran impulso a aquellos derechos que sí se desprenden de la naturaleza humana, y que proceden, no de la ideología socialista como aquellos otros, sino de las tradiciones cristiana y liberal. El primero de esos derechos universales es el derecho a la vida, que queda así recogido en el artículo tercero: «Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona». Sin embargo, no dice la declaración cúando, y esta es la pregunta fundamental, comienza ese derecho.

Aunque esto pueda parecer evidente, que todo individuo tiene derecho a la vida, no lo es tanto. Al menos no para todos. El pensamiento iuspositivista, para el que no se puede hablar de derechos intrínsecos a la naturaleza humana – que, por otro lado, no existe- niega tajantemente la existencia de más derechos que aquellos que el Estado, en su benevolencia, concede a los individuos. Tal doctrina, que a cualquier persona que no haya sustituido su sentido común por filigranas filosóficas ha de parecerle servil, aberrante y totalitaria, ha gozado, inexplicablemente, de gran predicamento entre juristas y filósofos del derecho.


Por ello, si adoptamos una postura positivista – o relativista, ya que el positivismo no es más que la ideología jurídica de aquel- discutir cuándo un individuo comienza a tener derecho a la vida tiene, ciertamente, poco sentido, ya que la respuesta es tan simple como la que sigue: en el momento en el que el Estado se lo conceda. Discutir sobre la justicia o injusticia del aborto es visto como vana arrogancia por quien considera, como hace el más conspicuo representante del positivismo jurídico, que «la justicia es un ideal irracional». Huelga decir que justificar los Derechos Humanos desde una perspectiva iuspositivista es tarea imposible.


Pero esto no supone un gran inconveniente real, puesto que son muy pocos los que sostienen, al menos en la práctica, la doctrina iuspositivista. Incluso los mismos positivistas se ven forzados, en franca contradicción, a admitir la existencia de la Justicia cuando ésta es trangredida en perjuicio suyo. No es mi intención desmontar aquí la doctrina iuspositivista, ni tampoco demostrar la inexistencia del derecho al aborto. No me siento capaz de llevar a cabo semejante tarea. Puede que exista un derecho a abortar, no lo sé. Lo que tengo claro, es que si existe un derecho a abortar, entonces no existe el derecho a la vida, y, por tanto, no existen los derechos individuales. Mi propósito es poner de relieve la contradicción lógica en que incurren quienes, por un lado, defienden los derechos humanos o la libertad individual y, al mismo tiempo, apoyan la legislación abortista. Estoy dispuesto a admitir la postura de quienes defienden el ”derecho” al aborto, eso sí, mientras se acepten sus lógicas consecuencias: la asunción de la doctrina positivista y, por ende, la renuncia al ideal de los Derechos Humanos y de la libertad individual. Quienes pretendan sacrificar la libertad del individuo y sus derechos fundamentales son perfectamente coherentes al apoyar la legislación abortista.


Lo que sostengo es que declarar que «Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona» o que «todos tienen derecho a la vida» (art. 15 CE) es incompatible con la actual legislación sobre el aborto. Si esto es así, entonces esa legislación es abiertamente ilegal e inconstitucional, además de contraria a los valores de la inmensa mayoría de la población.


Para demostrar tal extremo, habrá que probar que las cláusulas «todos» o «todo individuo» incluyen al nasciturus, es decir, que en el momento de la concepción hay un nuevo ser humano. Si se reconoce que todo ser humano, por el hecho de serlo, es titular del derecho a la vida, y si se demuestra que el cigoto es un ser humano, entonces no parece coherente negarle tal derecho. Pongámonos a ello, pues.


Es ser humano todo individuo perteneciente a la especie homo sapiens sapiens. La pertenencia a esta especie es extremadamente fácil de determinar a la luz de la moderna genética, a través del análisis del ADN, contenido en el núcleo de todas las células de un individuo, y que se mantendrá desde el instante de la concepción hasta la desaparición de su última célula . El ADN de cada individuo es único e irrepetible, por lo que, con la salvedad de los gemelos univitelinos, no pueden existir dos individuos con el mismo material genético. El cigoto posee un material genético distinto del de su padre y del de su madre, por lo que no puede ser considerado una parte del cuerpo de su madre. Si esa célula que es el cigoto pertenece a la especie homo sapiens sapiens, como nos dice su ADN, y si no es una célula ni de su madre ni de su padre, la única posibilidad que resta es que constituya un individuo distinto. Se trata de un razonamiento elemental, para el que no se precisan más que ciertos rudimentos de genética.


Hay quien objeta, sin perjuicio de que acepte lo hasta ahora dicho, que, como el feto depende de su madre para subsistir, ésta puede decidir sobre su vida, puede decidir “alojarlo” o no en su útero. El derecho a la vida comenzaría, entonces, en el momento en que el feto fuera viable fuera del seno materno. La tesis de la viabilidad, ampliamente sostenida, carece, no obstante, de todo fundamento lógico. Tan dependiente como el feto es el niño recién nacido, y a nadie se le ocurre negarle su derecho a la vida por el hecho de su dependencia. Y esto, por supuesto, puede extenderse a los ancianos y a los disminuidos psíquicos, que no pueden sobrevivir sin la asistencia de otros. Si el derecho a la vida ha de depender de la autonomía, entonces ya no puede ser considerado universal. Además, la viabilidad depende necesariamente de circunstancias espacio-temporales. Un feto inviable en Marruecos puede ser viable en Canadá, del mismo modo que un feto inviable hace doscientos años puede ser viable ahora. ¿Es que acaso el derecho a la vida depende de cuándo o dónde se haya nacido? Si es así, nuevamente hemos de renunciar a calificar este derecho de universal.


Otros afirman que el feto no es titular del derecho a la vida por cuanto no es “consciente de sí” ni es capaz de sentir nada. Nuevamente, este argumento presenta graves problemas. Para empezar, se sabe que el feto, en determinados procesos de su desarrollo, siente dolor y otras sensaciones. Efectivamente, el feto no “siente” igual que sentimos los adultos, pero tampoco los bebés lo hacen. Incluso en los estadios de su desarrollo en los que la sensibilidad y autoconciencia del no nacido es nula, como es la fase cigótica, esta carencia no determina su no titularidad del derecho a la vida. Aceptar tan arbitrario criterio nos llevaría a admitir el exterminio de aquellos deficientes mentales o enfermos comatosos que, en grado no menor que un feto, carecen de toda capacidad de reflexión y de toda sensibilidad.


Otras veces se pone el acento en la “forma humana” como criterio definitivo para determinar quiénes son seres humanos. Este criterio es sumamente convincente. A todos nos cuesta ver cómo una célula microscópica, no muy diferente del cigoto de un cerdo o de un perro, puede ser un verdadero ser humano. No obstante, no podemos hacer depender algo tan importante como el derecho a la vida de algo tan vago y subjetivo como es la “forma humana”. ¿Quién tiene forma humana? ¿Cuándo comienza a tenerse forma humana? ¿Cuáles son los rasgos definitorios de la forma humana? Los seres humanos deformes, ¿tienen forma humana? Como vemos, estos interrogantes son demasiado insalvables como para ser objeto de una respuesta racional. Las respuestas a estas cuestiones han de ser necesariamente subjetivas y basadas en criterios emocionales, por lo que este criterio, también, ha de ser rechazado.


No cabe una respuesta definitiva de cuándo empieza la vida específicamente humana, de cuándo nace el individuo como tal. Lo que parece claro es que urge determinar, aunque sea de manera provisional, un primer momento específico para la titularidad de derechos subjetivos. Si decimos que un niño recién nacido es, obviamente, sujeto de derechos, y que un gameto claramente no lo es, entonces en algún momento del proceso que lleva del gameto al niño se sitúa este principio. No sabemos lo que nos dirá la ciencia del futuro. Nuestros conocimientos de hoy pueden verse modificados mañana. Sin embargo, este problema requiere de una respuesta que es inaplazable. Ante la duda, debe situarse el momento del inicio de la personalidad jurídica natural en el punto más temprano posible. A nadie que viera un cuerpo humano por la calle, sin saber si está vivo o muerto, se le ocurriría enterrarlo. Por la misma razón, si no estamos seguros de si el cigoto es ya un ser humano, parece aconsejable afirmar, aunque sea de manera provisional, que sí lo es, pues es preferible otorgar a una cosa protección como si fuera una persona que tratar a una persona como si fuera una cosa. A día de hoy, desconociendo lo que dirá la ciencia en el futuro, el único criterio válido es el que dice que el cigoto es ya un ser humano individual y, por ende, titular de aquellos derechos, si es que existen, que pertenecen a todos los seres humanos por el hecho de serlo. Hay muchos argumentos - los más arriba mencionados son sólo algunos, aquellos que he considerado más destacables- para defender que la vida comienza, no en el momento de la concepción, sino en algún otro momento. Los activistas y teóricos pro choice sitúan el inicio de la vida - y, por tanto, de la personalidad jurídica- en inifindad de momentos distintos (en el momento de la implantación, en el momento del nacimiento, en el momento en que se forma el sistema nervioso, en el momento en que el corazón empieza a latir....) Esta variedad de puntos de vista da cuenta de la arbitrariedad de situar tal inicio de la vida en cualquier momento distinto a la concepción.


La legislación sobre el aborto de la inmensa mayoría de los países del orbe pasa por alto todas estas consideraciones. Nada tengo que decir a esto. Me abstendré de valorar si es justo o injusto, pero lo que sí parece claro es que resulta incompatible con la declaración que afirma que «todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona». Los derechos individuales –existan estos o no- no pueden ser defendidos por quienes reivindican el derecho al aborto.


Además, resulta que la legislación abortista es, en España y en muchos otros países, inconstitucional. Si nuestra Carta Magna declara que «todos tienen derecho a la vida», resulta obvio, a la luz de lo más arriba expuesto, que la Ley Orgánica 6/2002 de salud sexual y reproductiva la transgrede. Esto es así y será siempre así a pesar de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional en sentido contrario. El Tribunal Constitucional puede equivocarse -lo hace habitualmente-. No debería ser necesario aclarar que sus sentencias no son dogma de fe, y que la verdad es independiente de ellas. Y es que «la verdad es la que es, la diga Agamenón o su porquero».


Asimismo, constituye la citada ley un descomunal despropósito jurídico, no sólo a la luz de la Constitución, sino del resto del ordenamiento jurídico. El Código Civil se expresa del siguiente modo en su artículo vigésimo noveno: «el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables». El derecho a la vida, se lo mire por donde se lo mire, se esté a favor del aborto o en contra, es algo favorable. Es cierto que el Código Civil no está jerárquicamente por encima de cualquier otra ley, como sí lo está la Constitución y que, por ello, podría interpretarse sencillamente que la ley del aborto tiene un efecto derogatorio sobre este artículo del Cc. Sin embargo, esto no sucede así, pues al nasciturus se le reconocen, al menos potencialmente, derechos sucesorios. Semejante despropósito es injustificable, si no jurídicamente, sí lógicamente. El derecho a la vida es lógica y cronológicamente anterior al derecho a la herencia. Para que pueda haber derechos, tiene que haber sujeto. Para poder heredar hay que poder vivir. ¿Cómo va a heredar algo quien no tiene derecho a la vida?

Las contradicciones de los abortistas quedan aún más de manifiesto cuando se observa la protección jurídica de que son objeto diversas especies animales, especialmente aquellas en peligro de extinción. La insistencia en la protección de la vida animal parece no incluir, extrañamente, a la especie a la que estos extraordinarios defensores de la natraleza pertenecen, a juzgar por sus posiciones intransigentemente abortistas. Este disparate ha alcanazado límites insospechados, habiéndose llegado a reclamar para los animales, no categoría de objetos de protección jurídica, como se venía haciendo hasta ahora, sino de sujetos de derechos (Proyecto Gran Simio). Semejante monstruosidad constituye una de las reivindicaciones de lobbys ecologistas radicales afincados en el Partido Socialista, para los que una especie animal o incluso vegetal ha de ser objeto de mayor consideraión que un ser humano como es el nasciturus.

La falta de rigor de los argumentos de quienes sostienen una posición pro-choice es abrumadora y patente. Desgraciadamente, la mayor parte de la gente no se ha detenido a hacer una reflexión racional sobre tan delicado tema, y no ha pasado de un pobre análisis sentimentaloide. El día que se lleve a cabo un verdadero debate social y cada cual se desprenda de sus prejuicios, acertará a ver que la legislación abortista está contribuyendo a minar aquellos valores que más aprecia, aquellos valores que, durante al menos dos milenios, han sido el fundamento de la civilización.


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Artículos de "el penúltimo liberal" (unificado) Empty Derechos Humanos positivos y negativos

Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 12:12 am

«Me escribió una vez Lamartine: "Vuestra doctrina no es más que la mitad de mi programa: os habéis detenido en la libertad, yo estoy ya en la fraternidad". Le contesté: "La segunda mitad de vuestro programa habrá de destruir la primera". Y, en efecto, me es completamente imposible separar la palabra fraternidad de la palabra voluntariedad. Me es por completo imposible concebir la fraternidad forzada legalmente, sin que resulte la libertad legalmente destruida y la justicia legalmente pisoteada.» Frédéric Bastiat

Existen dos maneras opuestas de concebir la libertad: Libertad positiva o negativa (Berlin), de los antiguos o de los modernos (Constant), galicana o anglicana (Lieber). Da lo mismo como denominemos estas dos visiones antagónicas, lo importante es que se trata del conflicto entre el liberalismo y el socialismo, entre el individuo y el Estado, entre la libertad y el despotismo. Se trata de uno de los problemas fundamentales de la filosofía política.

Estas dos visiones contradictorias de la libertad son también dos visiones contradictorias de los derechos individuales. Derechos negativos y positivos, que son versiones de un mismo concepto no sólo distintas, sino manifiestamente incompatibles.


Todo derecho subjetivo tiene como correlativo un deber. Los derechos negativos - o derechos de libertad- son, por ende, aquellos que tienen como correlativo un deber negativo, mientras que los derechos positivos imponen una conducta positiva como correlativa. Los llamados "derechos sociales y económicos" - también conocidos como derechos de "tercera generación"- son derechos positivos. Por ejemplo, si usted tiene el derecho (negativo) a la vida, eso significa que yo tengo, como correlativo, el deber (negativo) a no privarle a usted de la vida. Se me impone una conducta negativa, abstenerme de un determinado comportamiento, fuera del cual podré obrar con total libertad. Por el contrario, si usted tiene un derecho (positivo), pongamos por caso, a la educación, alguien tiene que tener el deber (positivo) a educarle, deber cuyo cumplimiento se le podrá exigir coactivamente. Quien tenga la obligación positiva de educarle queda, así, privado de su libertad, esclavizado. Se impone, pues, la conclusión de que los derechos positivos son irreconciliables con los derechos negativos, y, por ello, incompatibles con la libertad.

Por eso, cuando la Declaración Universal de los Derechos Humanos recoge ambas clases de derechos está incurriendo en una grave contradicción. Esta deficiencia técnica es consecuencia del contexto histórico en que se elaboró la Declaración. Los Derechos Humanos, para ser realmente universales, han de desprenderse de un análisis racional de la naturaleza humana, y no de una mera convención. Y es que la Declaración no constituyó más que «una solución de compromiso entre las posiciones de los estados occidentales, los del bloque socialista, y los no alineados», es decir, entre la filosofía liberal y la filosofía socialista. Es por eso que el documento resultante fue un extraño híbrido que no era ni una cosa ni la otra, porque quiso recoger a un tiempo los derechos negativos, liberales, y los derechos positivos, los llamados “derechos sociales y económicos”, socialistas.


La Declaración proclama los derechos como universales, y afirma que están basados en «la dignidad intrínseca y los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana». “Universal” significa, según el DRAE, «que comprende o es común a todos en su especie, sin excepción de ninguno». Por tanto, para que la universalidad pueda ser predicable de un derecho, es necesario que tal derecho sea inherente a todos los miembros de la especie humana, sin excepción de ninguno: desde el hombre del paleolítico a todos los hombres presentes y futuros. Y, del mismo modo, para que un derecho sea universal, se precisa que sea absoluto: es decir, que sea oponible erga omnes, lo que significa que, además de su sujeto activo, también su sujeto pasivo será universal. Los únicos derechos que satisfacen tal condición, que pueden considerarse realmente universales, son los derechos negativos. Ciertamente, los derechos positivos (el derecho a la salud [art.25], el derecho al trabajo [art. 23], el derecho a la educación gratuita [art. 26]…) no pueden considerase universales, puesto que, como ironiza Hayek, resulta ridículo tratar de asegurar «al campesino, al esquimal y tal vez al abominable hombre de las nieves “vacaciones anuales pagadas [art.24]”». En efecto, no pueden de ningún modo ser considerados como universales derechos cuya garantía depende de las circunstancias socio-económicas de cada lugar y cada momento. Ni tampoco puede considerarse universal al sujeto pasivo de aquellos derechos, puesto que no puede existir una obligación universal positiva - o, al menos, no compatible con la libertad-. La pretensión socialista de considerar universales los derechos positivos y ponerlos al mismo nivel que los derechos negativos reivindicados por la tradición liberal, resultaría solamente ridículo si no fuera, además, fatalmente peligroso para la misma causa de los Derechos Humanos y para la libertad individual. Gusténos más o menos, los derechos positivos no pueden ser considerados verdaderos derechos.


A esto se suma el hecho de que para poder garantizar de forma efectiva y universal esos derechos sociales, como el derecho al trabajo o a las vacaciones pagadas, se requeriría el establecimiento de un órgano con capacidad para planificar la totalidad de la actividad económica, del tipo de los que existen en los países socialistas, es decir, un poder estatal totalitario e ilimitado autorizado para atropellar arbitrariamente los derechos negativos contenidos al principio de la Declaración. Llegamos así nuevamente a la conclusión de que ambas categorías de Derechos Humanos -positivos y negativos- son incompatibles entre sí y de que su inclusión en un mismo texto constituye una insalvable deficiencia técnica.

Esta gran contradicción, esta tensión irresoluble entre los Derechos Humanos negativos y los positivos, solo podrá quedar solucionada cuando los derechos positivos, procedentes de la ideología socialista, desaparezcan de la Declaración. Ceder ante el socialismo y renunciar a los derechos negativos - esto es, a la libertad- para alcanzar los derechos positivos, significaría, no sólo quedarnos sin los unos y sin los otros, sino, sobre todo, el suicidio moral de nuestra civilización.


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Mensaje por icaro100 Mar Sep 06, 2011 12:16 am

El sujeto que ha escrito eso cae en la eterna falacia de los ultras con mucha jeta...negar que el derecho a la tutela judicial efectiva, el derecho a la seguridad en las calles...son derechos positivos, prestacionales, porque requieren una administración pagada con los impuestos del personal. Los derechos prestacionales son inherentes a cualquier ordenamiento, pero los perros clasistas quieren limitarlos a los que sólo benefician a sus privilegios.


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Mensaje por icaro100 Mar Sep 06, 2011 12:21 am

Sí, es cierto, si yo creo una ley que sanciona especialmente el maltrato a los niños estoy discriminando a los adultos, porque dicha ley no les resulta extensible. Por otro lado resulta demencial que el tío éste diga que resulta acorde con el "plan divino" que quien nazca en una familia rica viva forrado y quien nazca en una pobre se pudra. Su dios es Hitler?


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Mensaje por icaro100 Mar Sep 06, 2011 12:24 am

La democracia es un buen sistema siempre y cuando los perros obreros no tengan la capacidad de liberarse democráticamente de mi yugo y mis privilegios (que se entretengan votando pero que no molesten).
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Artículos de "el penúltimo liberal" (unificado) Empty El Derecho en una sociedad libre

Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 12:24 am

«Todas aquellas partes de la ley que gobiernan las relaciones de los hombres entre sí y regulan la vida social, son el resultado múltiple de las costumbres nacionales y creación de la sociedad privada» Lord Acton

«El derecho, la realidad “derecho” -no las ideas de él del filósofo, jurista o demagogo- es, si se me tolera la expresión barroca, secreción espontánea de la sociedad, y no puede ser otra cosa» José Ortega y Gasset

Aunque no han faltado quienes sostuvieran lo contrario, la realidad prueba que sin el Derecho no es concebible la libertad, ya que ésta, inversamente a lo que sostuviera Rousseau, no es un estado de la naturaleza, sino un producto del desarrollo social. Con razón ha llegado a definirse al Derecho como «la ciencia de la libertad». Dice Locke al respecto:

«Where there is no law there is no freedom. For liberty is to be free from restraint and violence from others, which cannot be where there is no law: but freedom is not, as we are told, liberty for every man to do what he lists (for who could be free when every other man’s humour might domineer over him?), but a liberty to dispose, and order as he lists, his person, actions, possessions, and his whole property, within the allowance of those laws under which he is, and therein not to be subject to the arbitrary will of another, but freely follow his own.»

Pese a esta directa identificación entre Derecho y libertad, lo cierto es que el Derecho no pocas veces se ha visto instrumentalizado a favor de intereses particulares, precisamente para menoscabar aquellas libertades cuya custodia le había sido encomendada, como ya nos enseña la Biblia: «¿Por qué habéis tornado el derecho en hiel y el fruto de la justicia en ajenjo?» (Amós 6,12). Lo que ha llevado tantas veces al Derecho a apartarse de aquella su función originaria es la interferencia del poder estatal en el Derecho, la confusión entre el Derecho y la ley. El Estado tiende a absorberlo todo, y el Derecho no podía ser menos. Lo mismo que hace con la economía, las costumbres o la moral, lo ha hecho con el Derecho: monopolizarlo. Del mismo modo que el monopolio estatal en la producción de moneda resulta enormemente dañino, también lo es el monopolio estatal de la producción normativa.

La ley, en sentido amplio, es toda norma jurídica emanada del poder estatal. Trátase, además, de un concepto puramente formal, procedimental. Con tal de que respete el procedimiento establecido, la ley podrá tener cualquier contenido. El problema fundamental radica en que la mentalidad tiende a no ver más Derecho que la ley, que la arbitraria voluntad del gobernante. A la mayor parte de la gente, incluidos los legos, les parece inconcebible que pueda haber Derecho más allá de la ley. Esta visión reduccionista y estatista del Derecho es, aunque aplastantemente mayoritaria, muy reciente, pues era bien distinta la noción que de él tuvieran los antiguos.

Los romanos fueron, esto es de todos sabido, el pueblo del Derecho. Sin embargo, no fueron el pueblo de la ley. A lo largo de toda su historia, sólo alrededor de cuarenta leyes afectaron al Derecho privado (el que regula las relaciones entre los particulares). Así se expresa uno de sus mayores conocedores:

«El derecho romano como derecho consuetudinario se organizó casi enteramente por virtud de su fuerza intrínseca , y un exacto estudio de su historia hace ver cuán pasajera ha sido siempre la influencia en él de las leyes particulares, y cuán firme se ha mantenido el derecho en condiciones de propia vitalidad»

Tanto para los romanos como para los medievales - y esta idea se mantuvo hasta muy entrada la edad moderna- el Derecho no se crea ex novo, sino que debe descubrirse. Se descubre a través de una cuidadosa investigación –tarea ésta de los juristas- en las costumbres y tradiciones del pueblo que, en el pensamiento cristiano son, en última instancia, manifestación de la Providencia Divina.

Esta concepción del Derecho es esencialmente anti estatal, pues hace del Estado algo innecesario en el ámbito jurídico. El Derecho, y especialmente el Derecho privado, es visto como producto espontáneo de la sociedad, que va evolucionando generación tras generación, de modo que la injerencia del Estado ha de ser, no sólo innecesaria, sino, más aún, enormemente perjudicial.

Pero conforme crecía el poder del Estado, esta visión tradicional del Derecho se fue perdiendo, y tan sólo se ha conservado en los países del Common Law. En este sistema jurídico, al contrario que el sistema continental, la legislación (statute law) tiene un papel tan sólo secundario, porque es el precedente judicial la piedra de base de todo el sistema. El hecho de estar basado en el precedente judicial otorga a este sistema varias ventajas: En primer lugar, garantiza de forma mucho más eficaz la generalidad y abstracción de la ley. El juez debe someter el precedente a un proceso de abstracción del que deberá extraer una ley general y abstracta (ratio decidendi) universalmente aplicable, válida para un número indeterminado de casos y destinada a durar indefinidamente. Asimismo, este sistema logra una mayor estabilidad del Derecho, al contrario de lo que sucede en el derecho basado en la legislación, que puede cambiarse tan pronto como el legislador estime necesario. En tercer lugar, el derecho jurisprudencial consiste en reglas que, en consonancia con lo dicho antes, han de ser descubiertas y no creadas, reglas que «derivan de un orden espontáneo que nadie ha creado», y, lo más importante de todo, que no persiguen fines concretos, sino que establecen un marco para que cada individuo pueda perseguir sus propios fines sin interferir en los ajenos. Muy al contrario, la legislación es resultado de un diseño deliberado y consciente por parte del legislador, lo que significa que la legislación servirá a los fines particulares del legislador, mientras que el Derecho jurisprudencial se encamina, por el contrario, al bien de todos, al bien común.

El Derecho privado, necesario es repetirlo, no necesita de la legislación. Todo el Derecho privado podría estar basado únicamente en la costumbre y en contratos entre particulares, con lo que sería mucho más estable y evitaría la injerencia del poder político. Todo derecho tiene su origen en aquellos usos y costumbres -decía Savigny- a los cuales por asentamiento universal se suele dar, aunque no con gran exactitud, el nombre de derecho consuetudinario; esto es que el derecho se crea primero por las costumbres y las creencias populares y luego por la jurisprudencia, siempre, por tanto, en virtud de una fuerza interior y tácitamente activa, jamás en virtud del arbitrio de ningún legislador.

Las cosas cambiaron mucho, empero, a partir de la Revolución francesa, y especialmente tras la irrupción de la ideología positivista (Austin, Kelsen…). El Derecho pasa a ser concebido de manera muy distinta a como lo había sido en los siglos precedentes. El Parlamento se convierte en el representante de la soberana voluntad nacional. Y, como a esa voluntad no pueden ponérsele límites, el Parlamento puede legislar como quiera, sin respetar norma o tradición alguna. El Estado monopoliza así el Derecho, que pasa de ser producto del desarrollo social a ser la mera expresión de la arbitraria voluntad del legislador. Así de rotundo lo afirma uno de los grandes teóricos de la Revolución francesa:

«La voluntad nacional, por el contrario, no tiene necesidad sino de su realidad para ser siempre legal; ella es el origen de toda legalidad»

En el ámbito del Derecho privado, esta errónea mentalidad llevó a la Codificación. Los liberales del XIX pensaron que, para dotar al Derecho de una mayor certeza, y así asegurar la seguridad jurídica, era necesario un Código escrito ratificado por la autoridad estatal. El contenido de los Códigos no fue en absoluto novedoso (la refundación de todo el Derecho privado habría sido una tarea tan presuntuosa como imposible de llevar a cabo), pues mantuvieron, a grandes rasgos, el Derecho existente. Lo que alteraron no fue el contenido, sino el procedimiento por el cual, a partir de entonces, iba a evolucionar el Derecho. A partir de la Codificación, el desarrollo del Derecho privado queda enteramente en manos del poder legislativo, en lo que constituye una verdadera revolución jurídica de funestas consecuencias. Pretendiendo preservar la certeza de la ley y la seguridad jurídica, los liberales racionalistas hicieron todo lo contrario: destruirlas, por los motivos que trataremos de explicar a continuación.

La seguridad jurídica es la predictibilidad de la norma, la capacidad del individuo de conocer cuáles serán las consecuencias jurídicas de sus actos para, de este modo, poder trazar sus propios planes para alcanzar sus propios fines. La seguridad jurídica es condición indispensable para que pueda existir la libertad. Donde no existe seguridad jurídica sólo pueden reinar la arbitrariedad y el despotismo. A simple vista, pudiera parecer que la seguridad jurídica se alcanzará de manera más efectiva a través de un código. Para refutar este extremo, Bruno Leoni diferencia entre certeza de la ley a largo y a corto plazo. La legislación y los códigos, efectivamente, garantizan la certeza de la ley a corto plazo, pues hacen más sencillo el conocimiento de la norma. Sin embargo, la legislación puede ser alterada por la autoridad estatal en cualquier momento, de modo que la certeza de la ley a largo plazo resulta imposible. ¿Cómo podrá el individuo efectuar sus planes y conocer las consecuencias jurídicas de sus actos en base a normas que pueden cambiar al día siguiente? Efectivamente, la certeza de la ley es imposible si existe un órgano con capacidad de alterar la práctica totalidad del Derecho existente de la noche a la mañana. De este modo se ve cómo quienes llevaron a cabo la codificación, si bien trataron de cimentar el Estado de Derecho sobre la legislación y el imperio de la ley, consiguieron el resultado opuesto: pusieron en manos del Estado un poder omnímodo que en no mucho tiempo habría de ser funesto para la libertad que trataban de asegurar.

Estos errores tienen su origen, parafraseando a Herbert Spencer, «en la errónea creencia de que la sociedad es un producto fabricado, cuando es en realidad una continua evolución». Efectivamente, si la sociedad y el Derecho son concebidos como un orden espontáneo, entonces la legislación pierde toda sur razón de ser. Si nadie ha creado el Derecho, sino que éste ha surgido espontáneamente, resulta arrogante y pretenciosa la pretensión del legislador de crear un Derecho nuevo. Si espontáneamente ha surgido y se ha desarrollado, entones su evolución deberá seguir siendo espontánea, y no forzada. La experiencia histórica da la razón a quienes sostienen que el Derecho se desarrolla primeramente como producto consuetudinario. Basta, con conocer, por ejemplo, la historia del Derecho romano, como expusimos previamente.

El obstáculo con el que se topa el legislador a la hora de llevar a cabo su tarea es el mismo con el que se topa el planificador en el ámbito de la economía. El mercado es también un orden espontáneo en el cual se coordinan las acciones y conocimientos de multitud de individuos que, persiguiendo su propio interés, logran obtener un fin distinto y superior. Así, el mercado tiene la virtud de que logra acumular un conocimiento disperso en multitud de mentes individuales, un conocimiento que ninguna mente individual es capaz de aprehender, de modo que sus resultados serán siempre mejores que los obtenidos por cualquier planificador, en razón de la limitación intrínseca de la mente individual de todo ser humano y, por ende, también del planificador. Esta es, a grandes rasgos, la crítica que hace la Escuela Austríaca (Mises y Hayek, sobre todo) al socialismo, crítica que todavía no ha logrado ser refutada. El profesor Leoni, por su parte, hizo extensivo este teorema a la ciencia del Derecho, poniendo de manifiesto que el argumento esencial de Mises en contra de socialismo no era sino un caso particular de la «concepción más general según la cual ningún legislador podría establecer por sí mismo, sin algún tipo de colaboración por parte de todo el pueblo involucrado, las normas que regulan la conducta de cada uno en esa perpetua cadena de relaciones que todos tenemos con todos»
Muchos liberales cometen el error de pensar que la libertad y el mercado libre a los que aspiran pueden alcanzarse a través de simples medidas legislativas, cuando la realidad es muy otra. Por muy liberales que sean los legisladores, un mercado libre será siempre esencialmente incompatible con la legislación. Un sistema jurídico basado en la legislación tenderá a ser ineficiente y restrictivo de la libertad individual, y por tanto, incompatible con la Sociedad Abierta. Del mismo modo y por las mismas razones que la economía debe ser descentralizada y libre de Estado, debe serlo también el Derecho. La jurisprudencia, la costumbre y la autonomía individual deben sustituir a la ley como fundamento del sistema jurídico.

A pesar de lo difícil de llevar a cabo nuestra propuesta, debe tenerse presente que lo que estamos defendiendo no es, de ningún modo, una utopía, sino más bien una propuesta radicalmente conservadora, un retorno al camino del que occidente nunca debió apartarse y del que se salió por una errónea concepción de lo que la sociedad y el Derecho son, por una ciega confianza en la razón y por una actitud servil ante el poder del Estado.


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Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 12:31 am

Tú caes en una falacia que ya te rebatí. Para que exista el derecho a la vida, o a la libertad, no se necesita de ninguna policía ni juez pagados con impuestos. Otra cosa es que el sistema para asegurarlos sea ese, pero igualmente podrían existir tales derechos aunque no hubiese policía ni jueces pagados con impuestos (en un sistema anarcocapitalista, por ejemplo). En cambio los derechos positivos sí que necesitan la violación de los verdaderos derechos para su mera existencia, ésa es la clave del asunto.
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Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 12:34 am

Es que no tienes que crear ninguna ley que sancione especificamente el maltrato a los niños, eso es una concepción totalitaria del Derecho (que es la que impera en el sistema, por desgracia). La ley ha de ser igual para todos, y por tanto la norma debe ser que se prohibe todo maltrato, venga de quien venga y esté dirigido a quien esté: sea de padre a hijo, de hijo a padre, de marido a mujer, de tío a sobrino o de un tipo que por la calle se encuentra con otro.

Lo del plan divino te lo acabas de inventar, al igual que tantas cosas (como que yo soy rico y esas cosas...).
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Mensaje por icaro100 Mar Sep 06, 2011 12:35 am

No asoen...todos los derechos son naturales y preexistentes a los métodos precisos para salvaguardarlos...pero precisamente por eso vuelven irrenunciables esos métodos que necesitan impuestos para sustentarse y resultan de incuestionable justicia e imprescindible aplicación.
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Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 12:36 am

La democracia, como te dije en otro tema, es el mejor sistema para adoptar decisiones colectivas. Pero es que dichas decisiones colectivas, además de ser las mínimas posibles, nunca pueden violar los derechos individuales de las personas (la mayoría no puede votar para matar a la minoría, esclavizarla o robarle sus bienes).
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Mensaje por icaro100 Mar Sep 06, 2011 12:37 am

Lee las alusiones que el autor del texto hace a Dios anda...y asoen, no tienes ni idea de Derecho. Conceptos como proporcionalidad, ponderación...ya eran defendidos por Aristóteles. La ley no puede ser la misma para todos en todo caso, sino que debe tener en cuenta todas nuestras particularidades para ser justa. Es por ello que hay eximentes para los locos que cometen delitos, pero no para los cuerdos.


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Mensaje por icaro100 Mar Sep 06, 2011 12:38 am

Precisamente por eso una democracia que no respeta los derechos sociales se vuelve un sistema tiránico.
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Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 12:42 am

Un método para asegurar un derecho que suponga la violación de otro es una contradicción (además se pueden proteger esos derechos sin violar otros). Pero un disparate mucho mayor son los falsos derechos sociales porque directamente es necesario (no se puede hacer de otro modo) violar los verdaderos derechos para que éstos existan.
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Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 12:46 am

Las alusiones que hace a Dios no tienen el significado que tú les das. Dices que no tengo ni idea de Derecho, pero lo cierto es que el Derecho no se limita al que nos enseñan en la Facultad (del que algo de conocimiento tengo ya que este año voy a empezar 4º curso), el Derecho va más allá del ultrapositivismo jurídico que impera en la sociedad actual. La ley ha de ser la misma para todos, lo contrario es el germen del totalitarismo sembrado por el padre del positivismo jurídico Hans Kelsen.
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Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 12:47 am

Sistema tiránico es una democracia que imponga las obligaciones que son erróneamente (en realidad intencionadamente) calificadas como derechos sociales. Como la nuestra, vamos.
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Mensaje por icaro100 Mar Sep 06, 2011 12:50 am

Lee mi párrafo anterior anda...precisamente los iusnaturalistas son quienes defienden que la ley tenga en cuenta las particularidades con el fin de alcanzar soluciones idénticamente justas.
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Mensaje por icaro100 Mar Sep 06, 2011 12:53 am

Madre mía asoen...pide a cualquier constitucionalista que te explique lo que es la ponderación entre derechos y principios constitucionales. Por otro lado, como ya te dije, tu demencial teoría es incompatible con que paguemos impuestos para sostener a los jueces.
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Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 1:00 am

Mentira, yo soy iusnaturalista y no defiendo eso. Los iusnaturalistas defendemos una ley igual para todos ya que ésta debe basarse en los derechos naturales de las personas, y como dijo Thomas Jefferson "Sostenemos estas verdades como evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales (...)". Sin embargo los iuspositivistas defendéis que el Derecho es lo que se promulga como Derecho, los monárquicos del Antiguo Régimen decían que Derecho era lo que decía el Rey y los demócratas comunistas decís que Derecho es lo que dicte una Asamblea por mayoría. Y por ello para vosotros la ley no tiene por qué ser la misma para todos.
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Mensaje por icaro100 Mar Sep 06, 2011 1:03 am

Asoen, los de intereconomía no saben nada de Filosofía del Derecho...desde Aristóteles hasta hoy ningún jurista ha sido tan estúpido como para intentar imponer una ley general que no tenga en cuenta las particularidades del sujeto a quien se aplica.
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Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 1:04 am

No necesito que me epliquen nada, ya sé suficiente de Derecho Constitucional y además tengo mi propio pensamiento, cosa de la que tú careces (por eso te tienes que apoyar siempre en otros autores en lugar de pensar por ti mismo).

Evidentemente mi teoría es incompatible con que paguemos impuestos si es de forma obligada (si es de forma voluntaria no tengo nada que objetar). Pero aunque eso me parece mal, mucho más deleznable me parece la imposición de auténticas obligaciones esclavistas disfrazándolas de derechos.
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Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 1:06 am

Artículo 15 de la Constitución española o artículo 7 de la Declaración Universal de Derecho Humanos: "todos tienen derecho a la vida". Fíjate como incluso en los textos positivistas actuales en algunos de sus preceptos se reconocen derechos naturales y como es consustancial a ellos se reconoces de igual forma para todos.
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Mensaje por icaro100 Mar Sep 06, 2011 11:57 am

Claro asoen, el derecho a la vida es tan natural como el derecho a la vivienda que vuelve digna esa vida. Por otro lado, yo he citado a otros pensadores para refutar tu locura de que el Derecho actual rechaza los derechos prestacionales, pero tú directamente repites lo que dicen en intereconomía sin pensar.
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Mensaje por Asoen Mar Sep 06, 2011 12:20 pm

Evidentemente nada tiene que ver el derecho a la vida, algo que posee todo ser humano por el hecho de serlo, al pretendido derecho a obtener una vivienda gratis, que es en realidad una obligación a que otros seres humanos te la proporcionen.

Tú citas a "pensadores" y yo doy argumentos, que es lo verdaderamente importante.

Por cierto ya que hablas tanto de Intereconomía, te doy algunas muestra de lo que opinan algunos liberales acerca de dicho medio de comunicación:

Ni para mentir sirven los ''periodistas'' de intereconomia.Dais pena, mucha pena, pero lo peor de todo es que hay gente que os cree.Facepalm

Estoy viendo Intereconomía. Estos conservadores son más colectivistas que los propios socialistas.


http://twitter.com/#!/Caton_de_Utica

Eso no concuerda con tu visión de que los liberales somos unos fanáticos que repetimos todo lo que dicen en Intereconomía, ¿no crees?
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